lunes, 18 de julio de 2011

En defensa del western

¿Qué ha sucedido, para que un género que dio en el pasado incontables obras maestras y aún más incontables comics y películas estupendas, o por lo menos dignas, languidezca de forma harto penosa? Quienes hoy lo abordan ocasionalmente lo hacen por curiosidad , capricho y con amaneramiento en el mejor de los casos, si es que no con ampulosidad y con espíritu algo arqueológico. Lo que nunca tienen es naturalidad ni frescura ni algo de ingenuidad, elemento este último imprescindible. Dicho de otro modo: no se creen lo que cuentan y muestran, no se atreven a creérselo, la épica les parece anticuada, ridícula cuando no vergonzosa, y, absurdamente, desconfían de la posible complejidad de sus personajes y de sus historias. Quizá algo tenga que ver lo siguiente: el western ha sido un género que tradicionalmente ha expuesto como aceptables -en serio, y no como caricatura- sentimientos y conductas que hoy escandalizan a la hipócrita masa mundial de bienpensantes voluntariosos; es decir, de aquellos que se esfuerzan con ahínco por apartar de sí, y además condenan, una serie de pasiones connaturales a la humanidad de todas las épocas. En el western el odio no está mal visto, ni el afán de venganza, ni la ambición, ni la obstinación infinita en la persecución de un enemigo, el deseo de hacerle daño o matarlo, ni la búsqueda de reparación a un agravio, también la de justicia a veces.
Los personajes del Oeste a menudo carecen deliberadamente de futuro, o es más: temen que, una vez concluida la misión que se han impuesto, se les aparezca esa noción incómoda, la de futuro, sin la que la humanidad de nuestros días es en cambio incapaz de vivir y por la que andamos todos endeudados y esclavizados. Tal vez por eso en los westerns se nos suele hurtar o escamotear esa fase: las historias terminan casi siempre cuando el protagonista ha hecho lo que sentía que debía hacer; se nos suele evitar ese momento horrible en el que levanta la cabeza, mira a su alrededor y, como si saliera de un sueño, ya apaciguado, ha de preguntarse: "¿Y ahora qué? No he muerto en este empeño. ¿Qué me toca hacer ahora con esta vida que he conservado?".
Nuestra sociedad no admite que todos los hombres no son iguales, como tampoco lo son las mujeres. No admite que unos se horrorizan de lo que se ven obligados a hacer, o acaso lo escogen, y otros no tanto, los que están dispuestos a asumir su responsabilidad o su condena y a soportarlo. Sino que cree que todos han de pensar lo mismo y abstenerse, en todo caso, de hacer lo que la mayoría juzga condenable. No acepta que algunos crímenes son menos crímenes, según quién y contra quién los cometa, según también por qué causa. Conoce el odio, la codicia y el afán de venganza, ya lo creo, pero finge no conocerlos en su gran virtud, y por supuesto abomina de quienes no lo fingen y le recuerdan a esa sociedad su verdad y su pasado; no digamos de quienes abrigan un odio imperecedero o se toman la justicia por su mano. Con razón, no lo niego. "No estamos en el salvaje Oeste", se oye o se lee a menudo. Y así es, por suerte. Pero tal vez ha llegado una época tan pusilánime que ni siquiera tolera ya bien las historias serias de otros tiempos, cuando los hombres eran menos respetuosos de la ley y menos obedientes y justos, pero también más complejos, más contradictorios y más profundos.

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